La vida de Benito Quinquela
Martín es una leyenda. Fue
abandonado el 21 de marzo de 1890 en la Casa de Niños Expósitos,
Casa Cuna, y allí se fijó su fecha de nacimiento por aproximación: el 1 de
marzo. Ese día festejaría su cumpleaños hasta el final de su existencia. En ese
orfanato viviría su primera infancia.
A los ocho años llegó a su
vida el matrimonio Chinchella. Su
padre adoptivo, Manuel, era genovés y criado en Olavarría. Su madre adoptiva,
Justina Molina, entrerriana, de Gualeguaychú y de ascendencia indígena. Tenían
una carbonería muy modesta.
Benito cursó dos años
de escuela primaria y empezó a trabajar como colaborador en la carbonería. De
adolescente ayudó a su padre en el puerto, como estibador.
El barrio de La Boca
significó un especial deslumbramiento para Benito. La Boca era una babel, no
solamente por la mezcla de lenguas, sino por la multiplicidad de culturas.
Había italianos, japoneses, chinos, uruguayos, yugoslavos, griegos, turcos,
negros.
Ese incesante trajín del
trabajo del puerto, un paisaje que no se parecía a ningún otro de la ciudad de
Buenos Aires, el paisaje del río, los entornos más agrestes de la Isla Maciel y
de algunas partes de La Boca, la arquitectura boquense, el colorido de esa
arquitectura, originó el eterno romance entre La Boca y Quinquela.
Benito,
en tanto que repartía su tiempo entre la carbonería y el trabajo en el puerto,
garabateaba, ensayaba, algunos dibujos, con el carbón de la carbonería, como el
mismo va a reconocer, “con una ignorancia enciclopédica”.
El
primer pincel que tomó en su vida fue a los 14 años, en 1904, cuando participó
para ganarse unos pesos en la campaña que llevó a Alfredo Palacios a ser el
primer diputado socialista de América Latina.
Su vocación
se afirmó con el ingreso a la academia Pezzini-Stiatessi, una de las tantas
instituciones proletarias del barrio. Allí se enseñaban diversas disciplinas,
entre ellas dibujo y pintura, y allí adoptó al único maestro que iba a tener en
la vida: Alfredo Lázari. Con él empieza la orientación definitiva de la
vocación de Quinquela.
Su musa inspiradora fue un
lugar. "La
Boca, su gente, el pulso cotidiano de las calles del barrio fueron esa musa
inspiradora", describe el Director del Museo. Y agrega: "Cuando
afirma su vocación y su lenguaje, cuando empieza a ser Quinquela va a adoptar
una temática, un repertorio, una iconografía que se va a autoimponer como su
marca y se va a sentir imposibilitado de pintar otra cosa que no sea La
Boca".
"Las pintura de
Quinquela no son paisajes sino escenarios. El escenario del trabajo, del
esfuerzo, de la transformación de la obra humana. El Riachuelo es el
desencadenante de esa gran obra que deriva en ciudades pujantes, en sueños de
progreso".
Los restos de Benito
Quinquela Martín fueron enterrados en un ataúd
fabricado por él, años antes, porque decía "que
quien vivió rodeado de color no puede ser enterrado en una caja lisa".
Sobre la madera que conformaba el ataúd estaba pintado una escena del puerto de
La Boca.
Benito Quinquela Martín tuvo una vida
muy dura de esfuerzo, de trabajo. Aun cuando se dedicó al arte, nunca dejó de
sentirse un trabajador más y nunca le quitó el cuerpo al esfuerzo que demandó,
durante toda su vida, el arte.
Falleció el 28 de enero de 1977.
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